“¿Es imaginable un ciudadano que no
posea un alma de asesino?”. Emile Cioran.
Inspirado
en Lee Harvey Oswald, asesino material del presidente J.F.K, el Soberano No, caminó
dos pasos. Miró hacia la ventana, apuntó a una niña, doce, trece años; apuntó a
su sexo, mientras se mordía la lengua y detallaba con toda la minucia del caso,
esas pulcras piernitas, largas y flacas. Apretó el gatillo, justo a las tres y
cuarenta. La madre lanzó un grito en el cielo. Varios autos frenaron en seco
para ver, cuatro, para ser precisos.
Al día
siguiente el Soberano No, compró la prensa, la nota le pareció más bien un
pasaporte. ¿Qué habría ganado con su crimen? ¿Qué habría perdido? ¿Qué
desgracia o que fortuna habría ocasionado en aquel diminuto ser? –se preguntó.
En afán
de respuestas, paseó su mirada sobre aquel cuarto de hotel, abrió al azar la
pequeña biblia de pasta azul y leyó lo primero que su dedo apuntó para juzgar
su acto ante los ojos de un Dios, soberano y protector.
“Y DE LA OTRA PARTE DEL JORDAN, HACIA
EL ORIENTE DE JERICÓ, DESTINARON A
BOSOR, SITUADA EN LA LLANURA DEL DESIERTO DE LA TRIBU DE RUBÉN…”
Aún
no había hecho gran cosa. –concluyó.